Por Homo Sapiens.
He descubierto que sufro un síndrome que puede que lleve mi nombre, «síndrome Sapiens», me gusta. A través de este medio hago un llamamiento para saber si somos más afectados, me gustaría creer que sí aunque estoy acostumbrado a ir contracorriente.
En estos tiempos de buscar explicación a todo, y por supuesto echar la culpa a los demás, de nominar y clasificar cualquier característica o comportamiento, lo mío tiene que ser «algo». Se trata de un síndrome totalmente opuesto al ahora conocido como «de la cabaña». No sólo quiero estar permanentemente fuera de mi casa, ese espacio que insisten en vender como seguro, sino que además no deseo encontrarme con gente, al menos con lo que uno está viendo.
A las pocas semanas de este confinamiento decidí dejar de ver la coronatv, consultar las coronanews y apartarme de las redes tipo facebook que tanto daño hacen y contaminan las mentes enfermas y las fácilmente manipulables, lo que viene a ser el 95% del personal.
He tenido la sensación cada vez que salía a esas calles desiertas, de tener más seguridad, más libertad. Por mi trabajo me veía obligado a ello aunque alguna maldición he oído de la chusma en el balcón móvil en mano. He observado cómo la gente convertía un agradecimiento, un homenaje, en un espectáculo bochornoso con los cuerpos de seguridad prestándose a ello, un falso buenismo, ¿alguien ve serio en ofrecerse a hacer una compra en facebook?, he visto como pasábamos del escepticismo al drama, se empezaba a escuchar vocabulario bélico pero no había cortes de agua ni luz, ni saqueos ni trincheras como nos han acostumbrado a ver una guerra. El necio de Pablo Motos seguía ajeno en su oasis de diversión, las tertulias amarillistas seguían cada minuto de la actualidad, su actualidad. Algo no acababa de cuadrar. Pero el ejército junto con policía local, nacional y guardia civil, patrullaba las ciudades, como si fuéramos pocos. Curiosamente desaparecían en los casos de acoso a trabajadores o ciudadanos que, cumpliendo inexplicablemente estas desmedidas normas, veían necesario salir a la calle.
No acababa de ver dónde estaba la amenaza pero cada vez me he sentido más a gusto en la calle, sin tener que soportar al vecino que no te dirige la palabra, al ecofascista que repite el mantra de «nos lo merecemos por lo que le hemos hecho al medioambiente», al que no duda en llamar a la policía en cuanto pones el pie en la calle pero actúa con complicidad ante la especulación y abuso de materiales sanitarios como mascarillas o geles desinfectantes. Al docto epidemiólogo de cursillo acelerado, al que se indigna con ministros casi recién llegados pero aplauden enforverecidamente al empresarios de dudosa ética que limpian sus conciencias con un palet de mascarillas mientras mandan miles de trabajadores a ertes. Me he alegrado de no encontrarme a aquellas almas bondadosas que son incapaces de hacer algo altruista sin tener que colgarlo en una red social, de los que piden premios, exenciones fiscales, tarjetas gratuitas y regalos a sanitarios que hacen su trabajo mientras familias confinadas con economías mermadas hacen cola en los servicios sociales y Cruz Roja en busca del mínimo para subsistir o esperan la ración de comida rápida, esa que tanto les parece gustar a los niños de familias castigadas. Feliz de no ver a políticos corruptos, a hombres que no respetan a las mujeres, a aquellos que basan su cultura sexual en el porno libre y abierto que les han regalado, a los animales que roban la inocencia de niños a través de múltiples abusos y malos tratos, aquellos que difunden odio y fake news incapaces de contrastar y pensar, que no se trata de otra cosa, pensar y razonar. No quiero encontrarme más a mentirosos, insolidarios, egoístas y farsantes. Alguien tenía que poner una barrera a todo esto, y a tenido que ser un enemigo invisible que se ceba con los cuerpos más débiles, las dianas más fáciles de una sociedad debilitada en sus pilares básicos a costa de una banca saneada.
Hoy el destino ha querido que pase por un contenedor donde había una colorida bolsa de regalo repleta de dvds, muchos de ellos aún precintados. El primero que vi fue la magnífica Cinema Paradiso, todo un alegato a los besos, caricias y abrazos que nos están siendo prohibidos y que tardarán en aflorar porque el miedo que nos han inoculado ha hecho su efecto en una sociedad inmadura, una sociedad que debería hacer uso de su responsabilidad cívica pero que prefiere que otros sean los que les digan qué y cómo actuar, aunque se cometan múltiples errores que ocultarán con astucia. Los que sobresaltan si te ven acercarte sonriendo y sin la impactante mascarilla, aquellos que ven el virus en el paquete de arroz o en la manilla de la puerta y se creen que lo peor ya ha pasado. Alguien que se deshace de esa película debería seguir confinado.
Ya lo dice la canción:
En mi pueblo sin pretensión,
Tengo mala reputación,
Haga lo que haga es igual
Todo lo consideran mal,
Yo no pienso pues hacer ningún daño
Queriendo vivir fuera del rebaño.