El hibisco puede llegar a alcanzar hasta los tres metros de altura, sus hojas se dividen en tres o cinco lóbulos y sus flores se estiran hasta los 10 centímetros de diámetro y nacen en amarillo y marchitan en rojo.
Admiro con calma su belleza sublime —el lustre multicolor, el esplendor efímero—. Pero mueren mañana, pero mueren mañana: estas flores especializadas en el presente nacen un día y marchitan al otro. Y si nacen… Porque, mira, mira: los capullos a veces se arrojan al vacío sin aparente motivo o por falta de iluminación o por el frío o porque los mordisquean bichitos negros o bichitos verdes u otros bichitos, seguro que hay muchos más bichitos. Araña roja, dice Google, o pulgones o mosca blanca o cochinilla. ¿Ya han tenido esas plagas? Seguro que volverán, seguro, seguro. O quizás a un viento fuerte y macabro se le ocurra arrancar las flores, preciosas, preciosas flores, pero mueren mañana. O quizás las cenizas de los incendios cercanos las aniquilen para siempre. O, quién sabe, ¿los gatos comen hibisco?, Gabriela siempre tiene hambre, igual hoy se le antojan flores para la merienda.
O, bueno, no sé, aún no he leído demasiado, la verdad.
Cuando contemplo mi hibisco, su presente florido me mitiga la ansiedad por unos instantes bellos y naranjas de sosegado corazón fucsia y aterciopelados estigmas dorados… Preciosas, preciosas flores, preciosísimas. Qué pena que mañana amenace con amaneceres marchitos.