Conté en uno de mis primeros artículos, un viaje bastante interesante en coche por el oeste americano.
Uno de los destinos era cruzar la frontera y pasar un día en Tijuana; ¡Cómo estar al ladito de Méjico y no entrar!
Las informaciones que recabamos no eran muy halagüeñas: violencia, robos… el coche había que dejarlo en San Diego, puesto que no teníamos permiso para conducir en México, y cruzar a patita la frontera (unos 3 kms hasta el centro de la ciudad).
Cogimos un taxi para llegar hasta el centro de Tijuana y le preguntamos al taxista cómo funcionaban las cosas por allí; nos comentó que el mero hecho de venir del otro lado del charco, para los tijuanenses era señal de que teníamos dinero (really George?), que tuviéramos cuidado con los timos, que para estar de visita sólo un día, nunca saliéramos de la famosa Calle Revolución, y que para volver al puesto fronterizo buscáramos un taxi como el suyo (blanco con raya dorada) porque el resto eran ilegales, y si no nos quedaba más remedio que coger otro, cerráramos el precio de antemano.
Si uno busca webs sobre turismo en Tijuana, se encuentra con unas maravillas y una publicidad absolutamente impresionante: reservas naturales, zonas arqueológicas y pinturas rupestres; yo no digo que no existan, pero desde luego yo no las vi. Hay una realidad y es que Tijuana (junto con su vecina Rosarito) es una de las zonas con más homicidios anuales del mundo.
Un viaje idílico a Tijuana es como cualquier viaje idílico a otro país peligroso: Resort y mucha protección.
En la ciudad proliferan las farmacias, donde se vende lo que está prohibido vender en Estados Unidos; los club y bares, que se llenan los fines de semana de jóvenes americanos que no tienen permiso para beber por edad en su país, y tiendas de souvenirs y de Tequila de todo pelaje.
Así empezamos Calle Revolución arriba y abajo; a mi marido le pararon en una puerta oscura y le dijeron: “aquí tenemos de todo, todo, toooodo”, a lo que respondió: “hombre, que vengo con mi mujer”, y ni cortos ni perezosos le soltaron: “a ella le damos un Margarita”.
A media tarde, hartos de recorrer la Calle Revolución, decidimos buscar un taxi con raya dorada… y ¡oh, sorpresa! no aparecía ni uno. Decidimos coger otro cualquiera, y encontramos uno bastante destartalado, bajo precio cerrado de 20 dólares hasta la frontera. A medio camino, se nos para ¿el taxista? en una gasolinera que parecía abandonada y nos dice: “perdonen, que le tengo que echar agua al carro”; sale, sube el capó, y en ese momentopensé: “adiós a la aventura americana, aquí nos secuestran, nos roban o vete tú a saber”. Mi marido tocaba el seguro de la puerta para ver si podíamos salir corriendo. Subió el hombre (supongo que le echó agua al carro) y tiramos hasta la frontera.
Serian como las 19:00 p.m. Calor de finales de junio. Allí había una cola de personas interminable que pasaban a los Estados Unidos…Cuando cruzamos la aduana, enseñamos las 3 compras absurdas, y le dijimos al policía de turno que éramos turistas y que habíamos pasado el día en Tijuana. Alivio.
Nunca he vuelto a comer mejor comida mejicana. Nunca volví a beber mejor Margarita. En fin, esto no ocurre cuando te vas a un Resort a Cancún y te colocan la pulserita.
Por algo rezaba Amparanoia: Welcome to Tijuana, Tequila, sexo y mariguana (Japuta: cuéntanoslo todo).