“Democracia imperfecta”, dedicado a José Luis Concepción, presidente del Tribunal Superior de Justicia de Castilla y León

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El estado natural de la democracia es la imperfección. Cuando los ciudadanos la aceptamos como imperfecta, asumimos que es como un edificio que se va construyendo poco a poco, posiblemente un sistema sin final posible; podemos hablar que la democracia ha logrado el nivel de excelencia.

Cuando se creó la democracia nunca se pensó en que fuera un Tótem inmutable. Todo lo contrario. La sociedad es un ente dinámico y por lo tanto necesita estar fuera del control de cada gobierno, e inclusive enfrente de él. Todo gobierno es conservador en la medida que traza un esquema de actuación a largo plazo, resistiéndose a los cambios que la sociedad exige continuamente. Ningún gobierno tiene la suficiente plasticidad – no digamos ya los órganos judiciales- para adaptarse a efectuar cambios sociales y políticos: siempre se reducen a meros cambios semánticos. En ese aspecto, ha tenido que llegar un gobierno de coalición para llevar al congreso el debate de una ley que cambie la inviolabilidad de nuestro monarca. Como siempre, un debate que llega tarde y que nadie puede asegurar que se lleve a cabo.

La dinámica de vida de la sociedad tiene mucho que ver con la aceleración histórica sobre principios que se suponen ya adquiridos. Estos principios se suceden unos sobre otros, dan un sentido a la historia, crean modificaciones y deberían de poner en guardia a todos los que se llaman a sí mismos “impulsores de la democracia”.

La democracia no es una cuestión meramente abstracta, sino que es el eje fundamental sobre el que gira la vida cotidiana de todos los ciudadanos. Un solo ciudadano  influye decisivamente sobre la democracia, “una persona, un voto”. Nadie se puede apropiar como dueño de la razón, ni siquiera de la fuerza, para imponer sus ideas.

Lo que algunos de nuestros representantes desearían es una dictadura donde siempre es más sencillo hacer una mayor abstracción, aceptando la idea de que todo se rige bajo un orden establecido. Es más, hasta los pensamientos liberales más extremos se creen merecedores de una justicia distributiva para ellos mismos, considerándose los más aptos para asumir las riendas del poder democrático.

En la vida real, y por tanto, en la política práctica, la democracia está obligada a aceptarlo todo  aunque no quiera. Por eso cuando hablamos de democracia hablamos de “imperfecta”. Un gobernante, un juez, un político, cualquier representante público no puede pensar en términos fijos, dos y dos son cuatro. Se necesitan mentes con la suficiente plasticidad para manejar con maestría los cambios que entran en ebullición constante en nuestra sociedad. Hay que gobernar al día, y eso es muy difícil, ya que la dinámica de la sociedad avanza mucho más rápido que cualquier gobierno.

En momentos donde los gobernados son especialmente sensibles a lo imprevisible del futuro cualquier cambio puede ser inesperado. Una de las incertidumbres del futuro es que no somos capaces de  imaginar cómo será y sus consecuencias. Todo el sistema puede variar de la noche a la mañana, quien sabe en qué dirección. Por eso, el ciudadano tiende a vivir y preocuparse por el presente. Diríamos que es un ciudadano imperfecto que se conforma con un presente imperfecto dentro de una democracia imperfecta.

La clave de todo esto está en la diferencia que existe entre la dinámica de la vida real y la lentitud  “ideológica” que tienen nuestros gobernantes para adaptarse a ella.

Lo que se necesitan son administradores democráticos, gente capaz de moverse en este caos imperfecto, y que no tengan ningún miedo de declarar que es él tiempo el que está constantemente mudando, que cada día hay que afrontar nuevos retos,  y que confiesen que es el día a día quien realmente gobierna a la ciudadanía.

El resto son mesías, profetas, predicadores del  futuro. O lo que es peor, carcamales del pasado, como el sujeto al que va dedicado este articulo.      

Ángel Fernández, inspirado en el gran Eduardo Haro Tecglen.