Las personas por lo general juegan siempre al filo de la navaja. Cada uno de nosotros somos como un director de orquesta: debemos saber imprimir carácter a todos los días de nuestra vida, creando una flexibilidad dentro de un global final homogéneo. Existe una multitud discreta que cada día sale a la calle a formar parte de un conjunto haciendo frente a un sinfín de problemas añadidos a los de uno mismo.
Con alguna frecuencia no somos capaces de resolver las dificultades que conlleva ganarse el pan de manera responsable y honesta. En muchas ocasiones nos exigimos demasiado a nosotros mismos sin tener la preparación adecuada. Sin embargo, lo seguimos intentando a pesar de todas las dificultades. Hay una multitud discreta que no mete ruido y, que probablemente, es la menos reconocida. Normalmente, las personas que forman esta multitud discreta observan los acontecimientos, los analizan interiormente y raramente dan su opinión en redes sociales: ya han aprendido la lección. Se hace difícil pensar que en la actualidad existan personas de este tipo. Se precisa echar mano de una gran dosis de paciencia para actuar de esta manera y no morir en el intento. Es grave, pero es así.
Como buenos directores de orquesta, tratan constantemente de ir reduciendo poco a poco su gestualidad y enfocan su vida con la mirada. Esta multitud discreta tienen mucho trabajo psicológico sobre sus hombros. Saben perfectamente que no pueden salvar situaciones que ya no están en sus manos sino en las de grandes conglomerados tecnológicos, los verdaderos “amos del cotarro”. Ahora bien, esta multitud discreta vigila continuamente y en cualquier momento puede tomar decisiones que impriman un nuevo equilibrio a un barco a la deriva.
Los inevitables conflictos se suelen afrontar con las ideas claras y con pocos formalismos pero siendo flexibles. Hablaba esta tarde con una persona perteneciente a esta multitud discreta sobre un personaje que siempre he admirado: Nelson Mandela.
Cuando Mandela asumió la presidencia de Sudáfrica, después de pasar 27 años de su vida en prisión, se convirtió en el verdadero director de orquesta de su país. Sutilmente y con una gran firmeza en sus ideas supo crear un nuevo país para todos los sudafricanos, negros y blancos. Nunca reclamo venganza. Todo lo contrario. Mandela sabía perfectamente que necesitaba a los afrikáners – como se llamaba a los blancos en Sudáfrica- para reconstruir un país que él amaba profundamente. Jamás tiro la toalla en el intento y su huella perdurará para siempre. Supo negociar y hacer acallar a su gente del CNA (Congreso Nacional Africano) con suma inteligencia. Mandela también sabía que mucha gente silenciosa – negros y blancos- pensaba igual que él. Puede ser que con el tiempo los viejos problemas hayan aparecido de nuevo pero en ese momento Mandela fue la persona especial que supo liderar a una multitud que en ningún momento debe parecerlo: una multitud discreta, que jamás roba protagonismos indebidamente, como un buen director de orquesta y sus discretos músicos. Gloriosa contradicción – una más- de una política que eleva la irracionalidad a la categoría de arte.
“La tierra debía ser de nuevo el paraíso” decía Nelson Mandela. Todos sabemos, incluido él, que es una utopía. Aún así, no intentarlo sería imperdonable. Solamente tenemos un problema: ni hoy existen Mandelas ni la multitud silenciosa parece dispuesta a dar un golpe sobre la mesa para impedir que nos arranquen el corazón del futuro.
Ángel Fernández.